Ciudad de México.- Dicen que si has visto un pueblo colonial mexicano los has visto todos. Morelia no es la excepción. Su plaza central, su catedral, sus calles esculpidas en piedra son bellas del mismo modo que lo son las de Zacatecas o Puebla.
La vieja Valladolid es diferente estos días gracias a su festival de cine. Este año, el onceavo, la fiesta es distinta: nunca había tenido tantos estrenos internacionales, tantas películas en competencia y, según escuché a dos morelianos quejarse en un café, “tantos pinches visitantes”. Es mi primera vez en la vida en esta ciudad y la veo tan llena de vida como el Centro Histórico chilango un domingo en la tarde.
El Cinépolis del centro, principal sede del festival, está lleno. No: repleto. Hay cola de cuadra y media para comprar boletos y eso que apenas estamos en el primer día. Conseguir boletos para Gravedad de Alfonso Cuarón, cinta inaugural, me dio dolor de pies y espalda.
La danza del espacio
Dicen que no hay placer sin dolor. No sé si la conseja sea tan universal como pregonan pero, en el caso de Gravedad, sí lo es.
Ya tanto se ha dicho de la cinta de Cuarón que me siento ociosa y repetitiva como un eco diciendo que es una maravilla. Pero lo digo: es una maravilla... illa... illa.
Gravedad es una cinta del espacio y tiene mucha acción, pero es más como una danza, un ballet perfectamente ejecutado en el que todo armoniza delicadamente. Tiene gracia y violencia en su corazón, una mezcla impensable pero cierta y deliciosa.
Me recordó el documental Pina sobre la coreógrafa Pina Bausch, no como una referencia precisa y buscada por los creadores, sino como una sensación. La belleza de Gravedad y la de Pina es la misma.
Sandra Bullock y George Clooney (y también Ed Harris, que aparece solo como la voz de Houston, un guiño a Apollo 13) son los astronautas más adorables de la historia del cine: él, como un vaquero galáctico que oye a Hank Williams Jr mientras camina por el espacio; ella, una mujer que ha lidiado con la pérdida más dolorosa (su hija) pero que tiene todavía que aprender a sobreponerse a la adversidad.
Quizá el final de Gravedad peque de optimista, pero después de 90 minutos de sentir que el oxígeno se acaba uno agradece algo de aire limpio.
Los misterios
de un corazón infantil
Uno puede venir a Morelia, corundas y charanda aparte, a ver los grandes estrenos internacionales. Decididamente, hay un público conocedor en estas tierras que ha agotado antes de tiempo los boletos para Inside Llewelyn Davis, de los Coen; Blue Jasmine, de Woody Allen, y Machete Kills, de Robert Rodríguez.
Pero la verdadera gracia de un festival de cine es su selección oficial, las cintas que compiten por el gran premio. En Morelia, hay varios concursos: de cortometraje y de largometrajes, cada categoría dividida en ficción y documental.
Manto acuífero, de Michael Rowe, es la primera cinta en competencia (largo de ficción) en exhibirse. Aunque la sala no está llena, la entrada es buena y por todas partes se oyen comentarios sobre Año bisiesto, la ópera prima de Rowe, lo que de nuevo prueba la cinefilia local.
Como su primera cinta, en Manto acuífero, Rowe va por el minimalismo. La historia de Caro, una niñita atrapada en una ruptura matrimonial, va desenredándose poco a poco. A los niños se les suele idealizar y, diría yo, idiotizar cuando se les retrata desde la perspectiva adulta. La cinta de Rowe va en dirección exactamente opuesta.
Todos tenemos heridas imborrables adquiridas en la niñez. Es mero mecanismo de defensa olvidarnos de adultos que los niños son seres complejos, que junto a su inocencia y sus juegos hay un corazón humano y que, cuando éste se rompe, no se repara con mimos y juguetes. El final de Manto acuífero es un shock. De eso adolece la cinta: ese amor por el tremendismo tan del cine nacional, enfermedad que el australiano Rowe pescó.
Sweet home, Satelandia
Nada tremenda y sí muy ligera y divertidísima es Paraíso de Mariana Chenillo, segunda cinta en competencia. Mezcla perfecta nunca explorada por nuestro cine: comedia romántica ambientada en Ciudad Satélite, el suburbio clasemediero del DF.
Andrés Almeida y Daniela Rincón son Alfredo y Carmen, dos gorditos de Satélite que, como suele ser en la historias de ir-a-la-gran-ciudad, tienen que cambiar de aires e irse al DF. En la Gran Ciudad, Carmen se encuentra terriblemente inadecuada, mientras Alfredo se adapta cada vez mejor. En un intento por encajar, ella decide comenzar una dieta y lo obliga a él a solidarizarse. El resultado: Alfredo enflaca hasta lo irreconocible y Carmen es cada vez más gorda. E infeliz. Esto no pasaba en Satélite.
El gran, enorme acierto de Paraíso es su acertado retrato de la clase media chilanga y para mayor precisión del Satélite-state-of-mind, ese provincianismo bonachón que es difícil de entender pero que Chenillo borda perfectamente: aunque está en el Estado de México, Satélite es una colonia más del DF. No son exactamente mexiquenses, pero tampoco son precisamente defeños. Paraíso podría llamarse Sweet home, Satelandia. Es un canto de amor a esa comarca de torres multicolores y calles en espiral.
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