Conocí a Vanessa cuando ella tenía cuatro años. Es mi vecina, ahora tiene once. Desde el primer día la bauticé la Bigotes y es que tiene unos bigotes memorables. Estaba sentadita en las escaleras del edificio llorando con estertores, mocos y todo. Le pregunté qué le pasaba y me contó que su hermana mayor nunca quería jugar con ella. Le ofrecí un dulce y de inmediato le brillaron los ojos, levantó la cara marcada con surcos espesos de lágrimas y me acompañó a mi departamento. Ese día nos hicimos amigas. Pero nuestro pacto de amistad quedó realmente sellado la tarde que se me cayeron las llaves del auto, ya las daba por perdidas cuando sonó mi timbre y la vi por la mirilla parada de puntitas con mis llaves en la mano y su carita de mejillas redondas resplandeciente. 

Desde entonces y hasta ahora habíamos sostenido un intercambio inalterable cada vez que nos encontrábamos: ella me decía gracias por los dulces y yo le respondía gracias por las llaves. Pero hoy todo cambió y sé que cambió para siempre. 

Bajé a tirar la basura a los contenedores generales y a mi regreso la encontré llorando, esta vez silenciosamente, sentada en un columpio de las áreas comunes. Con actitud de encontradiza me senté en el columpio junto a ella. No es la misma chiquita que conocí hace siete años: ahora es una niña con sobrepeso y esos bigotes en un rostro que está a punto de mutar por la adolescencia, son todo menos motivo de gracia, los ojos brillan igual- eso sin duda- y la redondez de su carita amable es para desbaratar a una legión de gladiadores entera. 

Me atreví a preguntarle por qué lloras. Silencio. Fingí desinterés y empecé a columpiarme como si ella no estuviera ahí. ¿Por qué no estás en tu casa?, me preguntó después de un rato. Porque no quiero, respondí, ¿y tú? Porque están mis primos, mis tíos y mis papás planeando la fiesta de quince años de mi hermana. Silencio. Y luego un llanto amargo, doloroso. A sus once años. - ¿Quieres un dulce? - Ya no como dulces, estoy gorda. Y fea. No me hables. 

Me sacudió su respuesta directa y sin concesiones. Me quedé de una pieza, sin saber qué hacer o qué decir. Sintiéndome torpe y triste y con ganas de decirle todo lo que a mí nunca me dijeron. Quise ser su Hécate, su no bonita, su no arquetipo angelical y bello, hablarle de los poderes mágicos que provienen de lo horrible. Quise repetir el coro de las brujas de Macbeth cantando sólo para ella. Decirle que lo hermoso es feo y lo feo es hermoso. 

Hubierla querido hablarle de lo que será realmente importante cuando crezca. Decirle importarán tus vivos y tus muertos, Vanessa. Tus propias muertes incesantes. Pero lo comprenderás tarde. Así que alégrate de ser fea. Déjate los kilos, los bigotes y el vello en las piernas. Déjate también el brillo en los ojos, los cachetes de lactante, la dulzura en el rostro. Déjate a la única tú que podrá ponerte a salvo cuando el mundo se rompa bajo de tus pies. Porque se va a romper, y si tienes suerte, varias veces. Igual que se abrirá en mil grietas debajo de los pies de tu hermana alta, esbelta y deseada. Y rompe, rasga, renace, respira, renuncia, revienta. Porque lo hermoso es feo y lo feo es hermoso. 

No importa que no encajes en el canon de belleza: igual te van a destrozar el corazón, igual te vas a enamorar estúpidamente de alguno o alguna que habrá de ignorarte o se quedará dormido cuando tú le digas temblando, después de hacer el amor, cuánto le amas. Y no importará si tienes vientre plano o una panza redonda. No importará si eres talla cero o talla nueve. Será absolutamente irrelevante si llevas el atuendo monocromático más matador de la oficina o no tienes puta idea de cómo combinar unos jeans para verte elegante. Y reza, ríe, rumora que lo hermoso es feo y lo feo es hermoso. 

Lo importante es que tus ganas de vivir sean implacables porque el mundo será implacable, eso te lo firmo con sangre. Porque el paraíso y el infierno pueden vivir en el alma de tu cuerpo o en el cuerpo de tu alma. Te recomiendo que elijas el alma. De cualquier manera te va a llevar la chingada pero será una chingada honda, rica, transformadora; la otra sólo puede agotarte hasta la locura, hasta que tu animal te abandone por cansancio. No dejes nunca que tu animal muera de hambre. Y repta, rasca, ruge, rumia por lo feo y lo hermoso. 

Escucharás a las hadas de la tiranía Flora, Fauna y Primavera decir que te dan los dones de la gracia, la belleza y la bondad. Ignóralas. Y haz exactamente lo que te dé la gana. Verás cada día de tu vida cientos de imágenes de mujeres irreales, inalcanzables, con cutis de adolescente a los cincuenta años y piernas infinitas, cinturas estrechísimas, ridículas, insanas, famélicas, falsas, anémicas, las más bonitas, depiladas, hidratadas, larguiflacas y digitalretocadas de la pantalla. El espejito-espejito les responderá siempre a ellas que son las más bellas del reino. Y esa será su condena y un día su reino las dejará sin reina. Pero tú no le preguntes al espejo: escúpelo, sacúdelo, tápalo, estréllalo. Y hazte natural en la tierra de lo feo, porque es una tierra libre, autónoma, independiente, soberana. Fea como se te antoje, como te toque, como te dé la gana. Fea con cabellera de raíces grasas y puntas secas, fea de piel con imperfecciones, fea de caderas anchas y nalgas planas, fea con bigotes, fea como bruja fea. Que te llamen bruja de vestido libre, de cuerpo y carnes reales. Bruja eros, mujer viva. Y come, bebe, fuma, besa, lame, devora todo lo que el mundo ponga en tu boca. Cómete al mundo tres veces al día todos los días de tu vida. Y resuena, repite, regurgita, relame fea tus hermosos bigotes. 

Andarás delante de las miradas masculinas sintiendo que son sables, dagas. Pero tú busca un buen amante, uno solo que redima tu cuerpo, que se pierda en tus carnes blandas, húmedas, reales, resbalosas, uno que se encuentre con tu jugo y sepa libarlo. Encuentra un buen amante y habrás salvado tu cuerpo de todos esos juicios aunque lo comprendas tarde, aunque cada tanto regrese el vacío o las inseguridades. Y rasguña, resuella, revuélcate, roza, retoza, regocíjate con el hombre hermoso y con el hombre feo. 

Sentí ganas de llorar delante de mi propia fantasía libre de sometimientos. Por supuesto que no dije nada. Quise abrazarla pero no pude, ella estaba seria, enojada, con la cara enrojecida. Se levantó del columpio de un salto y echó a caminar, unos pasos adelante se detuvo y me miró, le dije gracias por las llaves. No me dijo gracias por los dulces. Entré a mi casa, busqué mi ejemplar de tragedias de Shakespeare, empecé a leer Macbeth por enésima vez en mi vida: Acto I. Escena I. Un lugar desierto. Entran tres brujas. Y mis tres brujas dicen: respira, renuncia, revienta.
Alma Delia Murillo/sinembargo.com.mx
 
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