Ciudad de México.- Las Patronas, un grupo de mujeres que de manera voluntaria brinda comida a los migrantes que pasan por su comunidad en Veracruz a bordo de La Bestia, como se denomina al tren en que viajan a Estados Unidos, recibió ayer el premio de derechos humanos “Sergio Mendes Arceo”.
Al recibir el distintivo de manos del poeta y activista social Javier Sicilia, una de las 14 integrantes de Las Patronas que asisten a los migrantes con agua y un taco, declaró: “El premio va por los migrantes y por la gente que nos ha apoyado en este tiempo”, casi 18 años de trabajo.
“De momento te sientes muy contenta, tantas cosas que hacemos por el migrante, que te den un premio es una emoción que a veces no nos los esperamos”, dijo Julia sobre el reconocimiento a cocinar día tras día, el apartar un poco de su propia comida para la ayuda, a la procuración de apoyo, donativos de arroz, frijol o lo que se pueda, la colecta de botellas vacías, lavado y relleno con agua potable, las carreras al costado del tren en movimiento para distribuir los lunches, entre otros avatares.
Mujeres que sin un peso a cambio hacen algo ante la necesidad y el sufrimiento en el rostro de los otros, la súplica reflejada y a veces expresada a gritos de los viajeros en el tren, que agradecen cualquier apoyo, una miga de pan.
Mujeres que han visto a migrantes perder una mano, otra extremidad o la vida misma por subirse a La Bestia, mujeres que son incapaces de voltear la mirada hacia otro lado, de hacer como quien no ve nada.
A pesar, cuentan, de que a veces nadie apoya, de que algunos dicen que ayudarán, pero no regresan, ellas están ahí, sin faltar ni un solo día, ofreciendo aunque sea sólo agua, y, en días mejores, quelites cocidos y patitas de pollo.
Por ello, los empeños de Las Patronas han llegado incluso al cine. En 2005 se presentó el filme De Nadie, que se puede ver íntegro en internet, y está en proyecto otro documental llamado Llévate mis amores, frase que sintetiza la ofrenda de corazón que dan a los seres que arriesgan la vida en pos de un sueño, de sólo un trabajo, “de una vida menos peor”.
Todo comenzó con una bolsa de pan, cuenta Blanche Petrich, en un texto impreso por La Jornada en octubre de 2012 y que reproducimos para los lectores.
Un domingo hace 17 años, Leonilda Vázquez Alvírzar mandó a sus hijas, entonces unas chamacas, por el pan y la leche para el desayuno. Venían de regreso a su casa, situada apenas a media cuadra de las vías del ferrocarril, cuando pasó el tren, muy lentamente. Los hombres que viajaban en el primer vagón las llamaron y suplicaron que les regalaran el pan. Ellas los vieron pasar, azoradas. En el segundo vagón se repitió el ruego. Sin pensarlo mucho entregaron la bolsa con la compra.
Entraron a la cocina de su casa, donde la madre se afanaba. Y le platicaron. Leonilda no dijo nada, pero se quedó pensando el resto del día. “A esos hombres yo los miraba siempre, sin saber quienes eran, de dónde venían, a dónde iban. Pensaba que viajaban de mosca y nada más. Pero ese detalle se me quedó en el corazón. Me di cuenta que esa gente lleva hambre y sed. Por la noche les dije a mis hijas: ¿Y si mañana les hiciéramos unos lonchecitos? Preparamos bolsitas con arroz y frijol, unas tortillas, patas de pollo, lo que había. Esperamos el tren al día siguiente y se las dimos a los hombres. Así empezamos”.
Ese fue el origen del proyecto humanitario que hoy se conoce como comedor La Esperanza o Las Patronas, porque así se llama este barrio del pueblo de Amatlán, La Patrona. Y ya no están sólo Leonilda y sus hijas Bernarda, Norma, Lupita y Toña, sino una treintena de mujeres vecinas que se afanan cada día para preparar los bastimentos para los migrantes del tren. Y ya no se trata únicamente de una labor de caridad, sino que, para cada una de ellas, el gesto humanitario tiene ya otra dimensión, más social. Se trata de hacer ver que estos centroamericanos son personas con derechos; que no son ilegales, sino migrantes, que son víctimas de muchas calamidades y que los mexicanos, como sus semejantes, deberían socorrerlos en lugar de discriminarlos y perseguirlos, dice Norma, una de las hijas de doña Leo, la patrona mayor, como le dicen.
La casa de Norma es ya un punto de referencia en la ruta migrante del Golfo. Los maquinistas del tren que va de Tierra Blanca a Lechería, suelen bajar la velocidad en ese tramo que corre entre los cañaverales del valle de Córdoba porque, pasando la curva, van a encontrar a las patronas, ya listas para campanear los lonches. Ellas tienen una técnica para lanzar el alimento. Amarran dos botellas de agua con un lazo, en medio atan la bolsita con comida, toman una botella, la blanden como si fuera una honda y lanzan. De los vagones en movimiento se extienden ya cientos de brazos. Los migrantes están listos para cachar. Muchos de ellos viajan por primera vez, nunca han pasado por ahí, pero ya saben: ahí hay gente buena. La leyenda de las patronas ya es internacional.
“Un día, en los primeros años, no tuvimos dinero para cotizar los lonches, ni maíz, ni blanquillos, nada. Me fui a las vías y sólo los vi pasar; traían tanta hambre, tanta ansiedad que se me salieron las de San Pedro. Entonces me fui al arroyo del cañaveral. Ahí crece un quelite blanco gordo, jugoso. Llené varios costales, los cociné y con eso hice taquitos. Me decía una de mis hijas:
–Ay, mamá, qué, no le da pena dar comida de pobre.
–Total, algo es algo. Y a mi, ni me conocen.
El pitido
En el patio del comedor hay una pizarra con el rol de tareas de la semana. En la rústica cocina se almacenan las donaciones que se reciben. Actualmente se cocinan entre 20 y 40 kilos de arroz y frijoles y alguna otra cosita que nos caiga. Los niños colectan las botellas vacías en el pueblo, que se lavan y rellenan con agua potable. Otras señoras son las encargadas de ir a Córdoba por los rollos de bolsas y demás insumos. En el solar está el gran perol, los cucharones, la leña, las carretillas, el equipo indispensable. Y el teléfono, que suena una vez al día, sin horario fijo. Es la madre Dolores, del albergue de Tierra Blanca. Ella nos avisa: van 200, 300, los que sean. A partir de ese momento saben que tienen dos horas para tener todo listo. La tarea en la cocina se acelera al máximo.
Cuando el tren asoma la trompa por los cañaverales pita tres veces. Es el momento de salir a toda carrera con las carretillas ya listas. Las lanzadoras, sin quitarse el delantal, se ubican en sus puestos a lo largo de las vías. Los que cabalgan en la Bestia ya saben: hoy sí les toca comer.
A veces algunos migrantes saltan del tren en Amatlán. Vienen enfermos, heridos o traen niños que necesitan reposo. Leo y sus hijas han ido construyendo cuartitos extra en sus casas. Ahí los hospedan, los curan. Si viene algún mutilado Norma toma la camioneta de su esposo –que se queda ahí, regañando en vano– y lo lleva al albergue de El buen pastor, en Oaxaca.
“Nosotras –cuenta Norma– trabajamos solas, con nuestras propias reglas. Somos católicas, pero no queremos incorporarnos al proyecto de la pastoral de Movilidad Humana. Independientes damos mejor servicio. Las autoridades a veces ayudan, a veces no. Pero lo que más nos importa es el apoyo de la gente. En el pueblo superamos muchos prejuicios. Decían que lo que hacíamos era ilegal, porque ayudamos a ilegales. Es un absurdo. De por acá hay mucho migrante también; el mismo barrio del Otate es una comunidad sin hombres, solo mujeres.”
El proyecto de Las Patronas es ya, para muchos organismos humanitarios que trabajan con la migración, un modelo de asistencia colectiva. Su historia está documentada en varios cortometrajes: Nadie, La Patrona y el más reciente, El tren de las moscas, de la cineasta española Nieves Prieto.
Pese a su fama bien ganada, la noche del pasado viernes, cuando el comedor de Las Patronas fungió como anfitrión de la Caravana de madres centroamericanas por la ruta migrante, Leonilda rehuyó los reflectores. Los funcionarios del gobierno de Veracruz y la CNDH se empeñan en ocupar los espacios, proyectar imagen, aparecer en los medios. Mientras, las verdaderas protagonistas, Las Patronas a quienes las madres de todos los migrantes tienen tanto que agradecer, sirven la cena con una gran sonrisa.
La Jornada