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Ciudad de México.- (Por Aquiles Córdova Morán) La palabra “paz”, como la palabra “libertad”, es un vocablo que comporta un gran prestigio social, una enorme carga positiva, así como otras, por el contrario, llevan encima una carga negativa tal que, con sólo mencionarlas, provocan en el público inevitables reacciones de rechazo y hasta de cólera irreprimible. Es el fetichismo de las palabras, que nos lleva a pensar que basta con llamarle “sexoservicio” a la prostitución, para que su realidad se vuelva menos lacerante. Pero, al igual que sucede con la “libertad”, poca gente es capaz de definir con precisión qué es la paz, cuál es su exacto significado, qué manifestaciones reales y tangibles delatan su presencia en la sociedad y qué puede esperar de ella el hombre común y corriente.

No está de más comenzar recordando que muchos destacados estudiosos que han escrito sobre el asunto, coinciden en que la paz no puede entenderse ni definirse como la simple ausencia de guerra o de conflictos violentos entre las naciones o en el seno de una misma sociedad. Entenderla así significa cometer un importante error de juicio, una grave equivocación en el razonamiento no sólo porque adolece de simplismo, maniqueísmo y superficialidad, sino también porque puede conducir al grave extravío de política práctica de querer imponer esa paz por medios mecánicos, es decir, simplemente reprimiendo por la fuerza, el terror y el castigo toda aquella manifestación de la vida social que pueda interpretarse como perturbadora de la paz así concebida. Lograr una paz ficticia a toda costa, a como dé lugar, ha sido causa y consecuencia de algunas de las más terribles dictaduras que ha padecido la humanidad a lo largo de su historia; y para no ir a buscar ejemplos ilustrativos de esto lejos de nuestra realidad y ajenos a la misma, baste con recordar qué fue, qué significó para nosotros la paz porfiriana.

La paz social pues, no es la simple ausencia de guerra o de conflictos. En su forma más profunda, más benéfica y humana, es, debe ser la resultante de un determinado estado de espíritu de todos y cada uno (o cuando menos de la inmensa mayoría) de los individuos que integran la colectividad; un estado de espíritu que nace, a su vez, del hecho de que cada hombre y cada mujer se siente satisfecho, contento, en armonía con su entorno y plenamente realizado en sus necesidades y aspiraciones materiales y espirituales dentro del marco de la sociedad en que le tocó vivir. Y es más que evidente que tal sosiego, estabilidad y reconciliación con la vida sólo pueden florecer allí donde la organización social permite y garantiza que todos reciban, a través de su trabajo y esfuerzo, los satisfactores necesarios, en la cantidad y calidad requeridas, no sólo para conservar la propia existencia material, sino también para su plena realización como seres creativos, productivos y reproductores puntuales de sus condiciones sociales de sobrevivencia.

De aquí se deduce, pues, que no puede haber verdadera paz social, paz espontánea (no impuesta) libre y alegremente consentida, buscada y demandada por todos, en una sociedad donde sus miembros viven en una constante zozobra respecto al futuro; donde faltan empleos; donde los salarios no alcanzan para satisfacer los requerimientos básicos de la familia; donde hay graves deficiencias de vivienda, salud, educación y alimentación; donde los servicios básicos como el agua, la energía eléctrica, el gas, el drenaje, el transporte, etc., son escasos, malos y caros; donde, finalmente, la seguridad, la justicia y la libertad individual y política son una realidad sólo para las minorías privilegiadas,pero una quimera siempre huidiza e ilusoria para quienes no gozan de este estatus social. Si a todo esto se suma, además, la ostentación insultante de las clases altas (lujosas mansiones, automóviles de esos que se compran por metro, yates privados para viajar por los mares del mundo, sitios exclusivos para practicar el “deporte” favorito, para comer y para divertirse, etc.) y la arrogancia, el desprecio y la prepotencia con que tratan y se refieren a los marginados, queda claro que la única paz posible en tales condiciones es la paz de los sepulcros.

En otras palabras, la auténtica paz social no puede existir en una sociedad profundamente desigual; aquí sólo cabe la paz impuesta a la fuerza, la que somete a los inconformes mediante la política del garrote y la cárcel. Por eso, luchar en serio y con posibilidades reales de éxito por la paz, significa, debe significar, por encima de todo, trabajar más en serio todavía por una sociedad cada día menos desigual, cada vez menos injusta con los desfavorecidos. Y de aquí que, efectivamente, la meta de una nación pacífica y laboriosa tiene que ser parte esencial de todo proyecto que se proponga un cambio verdadero, tangible y profundo para bien de todos, pero a condición de que esos “todos” estén (estemos) de acuerdo y partamos de la misma definición y del mismo concepto de paz social, de la paz entendida como la resultante dialécticamente superior de la suma de la seguridad, de la tranquilidad y la estabilidad espiritual de todos y cada uno de los hombres y mujeres que conformamos el país entero.

No quiero terminar sin hacerme cargo de una posible y justa objeción a lo dicho: la “plena satisfacción” del ser humano es un concepto tan elusivo, tan subjetivo y tan difícil de medir, que hacer depender de él la paz y la estabilidad sociales convierte a éstas en un sueño irrealizable. Se dirá que aquí nos enfrentamos con el obstáculo insalvable a que se refiere el adagio que reza: “mientras más tienes, más quieres”. Cierto. Pero la aparentemente “eterna” ambición del hombre no es biológica ni genética; nace del modelo de sociedad en que vive, un modelo en que cualquier hambre puede ser satisfecha, menos el hambre de riqueza, el hambre de acumulación. 

La loca carrera por amasar una fortuna cada vez mayor, sin que se sepa bien a bien por qué y para qué, es la enfermedad típica de las clases altas que, irremediablemente, se contagia a los estratos bajos y empobrecidos, que se lanzan tras la misma meta con menos posibilidades de éxito pero con mayor razón quizá que los económicamente poderosos. Mientras esto no cambie, en efecto, hablar de la satisfacción plena de los espíritus es hablar de un imposible y, por tanto, también se torna imposible la paz social asentada sobre esta base. La verdadera paz, la fraternidad humana universal, requiere un cambio profundo de las metas últimas de la sociedad y de la escala de valores que se deriva de ellas, lo cual, en el mejor de los casos, se atisba para un futuro todavía imprevisible. Lo realmente alcanzable en nuestros días es hacer menos aguda la desigualdad, menos profundo el abismo entre poseedores y desposeídos y, sobre esa base, acercarnos un poco más a una paz consentida y socialmente deseable.

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