Chihuahua.- Como precedente de vestigios históricos encontrados en esta ciudad, en 1976, en los límites de las colonias Santa Rita y Pacífico, y al pie de uno de los tramos del acueducto colonial, del que ya para entonces habían sido derribados casi todos los arcos de piedra que llegaban hasta acá, se halló un cierto cadáver de mujer.
El Ayuntamiento estaba haciendo algunas obras para ampliar el arroyo El Chamizal, y las máquinas contribuyeron en destruir esos últimos vestigios del monumento.
Al remover la tierra para dejar al descubierto el arco del acueducto que libraba al arroyo por encima, asomaron unos cabellos terrosos.
Este pedazo del acueducto entraba en el patio de una casa abandonada, la llamada casa de los Jáuregui, famosa en el vecindario porque en ella “espantaban”.
Al echar abajo uno de los muros, empezó a salir la cabeza en que se asentaba aquella pelambre blancuzca.
El ingeniero en jefe de las obras, un tal Buenaventura Chávez, ordenó a los peones que desenterraran con todo cuidado “aquello”. Los vecinos y los trabajadores municipales formaron pronto un numeroso grupo en torno al cadáver, y apenas dejaban espacio para las maniobras.
Por fin, ante el asombro general, salió todo el cuerpo: se trataba de un cadáver de aspecto reseco con la piel pegada a los huesos y con bastante músculo todavía, seco también. “Es una momia”, gritó el ingeniero.
Era en efecto una rugosa momia de mujer. Sobre la frente le caían largos mechones apolillados, y traía algo entre sus brazos apelmazados. Era el cuerpecito, también momificado, de un niño pequeño.
Ahora con mayor cuidado, los trabajadores continuaron limpiando el cadáver con una brocha, y con los dedos le retiraban hojas pegadas y restos de raíces y pasto adheridos.
“Pero fíjense -señaló uno de los vecinos, un profesor-, cómo tiene todavía ropa: éste es el vestido, todavía se nota la tela como roja o púrpura, y este es un cinturón, o lo que queda de él, y la blusa era blanca, ahora color tierra... son estos pedacitos que se cayeron acá de este lado, pero se sabe porque trae todavía un poco de tela de ésta pegada en el pecho”.
Quedaban en efecto vestigios muy escasos y deteriorados, de ropajes. El mismo niño tenía un poco de tela a la altura de la cintura, tal vez -aventuró alguien_ un pañalito.
Al poco, en el pecho agrietado de la mujer se asomó de entre la tierra, un medallón dorado con lo que resultaron tres piedras de color rojo rubí.
Alguien sacó una lupa. Era un vecino que trabajaba en una joyería del Centro. “Son rubíes”, declaró sin asomo de duda.
“Son rubíes”.
Al cabo de una hora más o menos, cuando entre tres empleados del Ayuntamiento levantaron el cuerpo, notaron que era liviano y que estaba muy tieso, como tieso deben estar todas las momias. El lugar donde quedaron los cuerpos debió estar protegido de la humedad del arroyo por la pared de piedra y mortero, ya que la mujer y su bebé quedaron del lado de la casa. “O sea, que estamos ante los que debieron haber sido moradores de la casa Jáuregui”, conjeturó el profesor. “Del siglo Diecinueve, por lo menos, porque ya mi abuelito me contaba de esta famosa casa”, agregó el profe, ante el público, que ahora ya debía ser el doble en número que el inicial grupo de curiosos.
Al levantar aquella momia, algo se quedó pegado al suelo, unas hebras que al principio se pensó que serían raíces, pero que se vio pronto que era una doble correa de cuero. Con cuidado sumo, los improvisados arqueólogos desenterraron ahora un morralito de cuero casi deshecho, del que saltaron y tintinearon contra las piedras algunas monedas de oro. El joyero contó treinta y seis piezas de metal dorado.
De súbito, al ingeniero en jefe de aquellas obras de ampliación del arroyo, pareció entrarle una sorpresiva locura, y ordenó a sus empleados que levantaran todos aquellos despojos y sus aditamentos de metales y piedras preciosas y las llevaran al camión de volteo. La caja del vehículo fue cerrada, él mismo se trepó junto a la momia, y ordenó que partieran.
Cuando se dispersaron todos los curiosos, invadidos ya éstos de una desconfiada malicia y de la certeza de que “este desgraciado ingenierito se va a quedar con todo”, los trabajos siguieron en el arroyo.
“Contaban los viejos -decía el profesor, instalado ya junto con algunos amigos debajo de un fresno afuera de su casa- que en esa casa Jáuregui, sucedieron cosas muy extrañas. Me decía mi abuelito que no anduviera husmeando, porque ahí se había cometido un asesinato. Según él, el dueño de la casa, allá por los años cuarenta, sorprendió a su mujer con un hombre que no era él, y que lo apuñaló y lo tiró al arroyo, que lo encontraron semidevorado por los perros, y que al culpable se lo llevaron detenido a la Peni. Que la mujer y sus hijos, que eran dos chicos y uno mayor de edad, se fueron a Torreón, de donde venían, y que ya nunca se les volvió a ver por aquí”.
“Pero a todos nos daba miedo nomás de asomarnos para adentro de la casa abandonada, y decían, aunque yo nunca vi nada, que ahí se aparecía el fantasma del muertito”.
Según el profesor, los restos que se acababa de robar “ese ingenierito ratero” debían ser todavía mucho más antiguos, muy anteriores al asesinato. Tenían que ser “de por lo menos unos ciento cincuenta o unos doscientos años atrás, cuando construyeron la casa”.
Hoy en día, aquí está, a un lado del arroyo, donde construyeron un andador peatonal en la margen oriente del cauce del Chamizal, ahora encementado, el último de los tramos del acueducto, como recuerdo de los días de gloria de ese monumento de tiempos de la colonia.
Y la famosa casa Jáuregui es una tapia derruida.
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