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Por Fernando Bañuelos.- El nuevo producto cinematográfico del realizador Luis Estrada, La Dictadura Perfecta es sólo una chunga fallida y desproporcionada,  un pésimo intento de crítica y denuncia sociales, altamente  promocionada y vendida, como una película que le revela al público la tragedia y corrupción del sistema político mexicanos.

Sí, la vida política de México es una tragedia patética que tiene postrado el país, pero esa problemática no está reflejada en La Dictadura Perfecta.

La pretendida crítica demoledora se diluye en una farragosa y aburrida trama, donde la comedia falla brutalmente. La Dictadura Perfecta termina funcionando mas como un espectáculo burlesco y superficial válvula de escape, que como una expresión artística seria que mueve a la reflexión, a la protesta, a la movilización y al cambio radical.

Estrada no tiene ningún empacho en abordar los temas candentes de la realidad nacional,  una asignatura siempre pendiente en el cine mexicano. En La Dictadura Perfecta acomete superficialmente los acontecimientos que han perturbado al país y mediante la ficción y la sátira pretende lograr la conciencia nacional.  En la frustrada crítica social, todo es pragmático e inocente. Ante el vértigo y la complejidad de los acontecimientos sociales que planeta la película, todo puede resolverse, con varias “infalibles cajas chinas” distractoras que hacen aparecer a la sociedad mexicana como estúpida y poco reflexiva.

Luis Estrada se sueña Costa Gavras o Gillo Pontecorvo y se despierta siendo él mismo atrapado en esta obra cinematográfica amorcillada y confusa.

La cinta, estructurada como un esquizofrénico noticiero de televisión, con lo que se admite  tácitamente la preeminencia y hegemonía de este medio de comunicación en la vida del país, termina más por legitimar la función comunicacional de la caja idiota, que repudiarla. La Dictadura Perfecta está lejos de convertirse en la aniquiladora denuncia que le ajuste las cuentas a la oblonga relación entre la televisión y el poder.

Parece que lo más radical y atentatorio contra el Estado mexicano a lo que puede aspirar esta película, es el momento en el que un altísimo y poderoso ejecutivo de la televisión privada mexicana, Tony Dalton, director del TvMex en la cinta, exclama “la verdad es que la cagamos poniendo a este cabrón en Los Pinos” o a la escena inicial cuando un pretendido Peña Nieto, representado por el actor Sergio Mayer, recibe en el Palacio Nacional las cartas credenciales del nuevo embajador de los Estados Unidos es nuestro país, el hiperbronceado actor Roger Cudney, y en un inglés chafado ofende a Barack Obama al espetarle  al representante diplomático que “los mexicanos estamos dispuestos a hacer todos los trabajos sucios que ya ni los negros quieren hacer”.

En la convulsionada vida nacional, a nadie sorprende ya saber que la política informativa de los noticieros de la televisión la dictan desde Los Pinos, una idea machacante en la trama de esta película. La opción radical de denuncia hubiera significado el que La Dictadura Perfecta nos demostrara cómo romper ese amancebamiento.

Quizá el único atractivo elemento para ver la cinta es el escándalo, siempre oportuno claro, de que Televisa le retirara el apoyo para la distribución, vía su poderosa y omnímoda compañía Videocine, al conocer al contenido crítico de su trama. Con lo que nuevamente aparece, antes del estreno de un filme de Estrada, el “petate del muerto” de la censura.

Pese a ello, la cinta fue retomada para su distribución por la pequeña compañía Alphaville que, jugándose el todo por el todo, la lanza con la nada despreciable cantidad de 1500 pantallas a nivel nacional.

En el tráfago de la polémica, y ante la imposibilidad de refilmar la película, Luis Estrada argumenta justificando la presencia de los actores “televisos”, tan despreciados antes por él y por el cuadro básico de actores que lo acompañan en sus aventuras fílmicas,  que otro de los retos a vencer con “La Dictadura Perfecta” fue superar el “prejuicio” de trabajar con actores de esa televisora. Sin duda, el salto entre el registro histriónico de los nuevos “impuestos” cuando el trato era favorable y de los “otros”, los de siempre, es abismal.

Nuevamente Luis Estrada no filma una película contra el sistema, sino una cinta pretendidamente crítica en la que conjuntamente con su escritor Jorge Sampietro, tira la piedra de su postura política y esconde la mano. La Dictadura Perfecta entonces no es la esperada cinta aniquiladora del sistema político mexicano, sino un embozado vehículo propagandístico malogrado.

Como poco antes del estreno de El Infierno, a Luis Estrada le crecen los enanos. En 2010 la realidad, terca que es, rebasó a esa otra gracejada reduccionista que mediante la más burda parodia, con un escudo nacional del bicentenario ensangrentado, pretendía denunciar la cruenta guerra contra el narcotráfico y el desgarramiento del tejido social. El asesinato de 72 indocumentados en un rancho en el estado mexicano de Tamaulipas ajusticiados a sangre fría, diluyó la pseudo denuncia de El Infierno. Para colmo, un personaje que se pretendía fuera cruel y escalofriante; El Cochiloco, se convirtió, inopinadamente, en un ícono de la cultura popular. Ahora sucede lo mismo: los monstruosos casos de los desaparecidos de la Normal de Ayotzinapa y de los ejecutados en Tlatlaya, en el Estado de México hacen palidecer el chacoteo que plantea La Dictadura Perfecta.

Nuevamente debemos sentirnos extasiados, conmovidos y sorprendidos en la sala de cine cuando los personajes mencionan por su nombre, recurso ya muy gastado en la filmografía pseudo acusatoria del universo Estrada/Sampietro, a los actores políticos involucrados en los escándalos nacionales.

Debemos también sentirnos azorados cuando el corruptazo Carmelo Vargas, interpretado por Damián Alcázar, un gobernador obsesionado con el poder y con las ansias de llegar a la Presidencia del país a costa de todo,  detiene sus sátrapas actividades cotidianas para sentarse a ver la inefable caricatura telenovelesca "Los pobres también aman" y conmoverse hasta la médula.

La falta de una denuncia cruda que vaya más allá del jaleo maniqueo y la comedieta barata se hace más evidente cuando Estrada hace uso de una banda sonora tremendista y expresiones grotescas como el “hijo de su reputísima madre” ó el “te la besaba por donde has estado remojando la brocha” que sin duda contribuyen al altísimo nivel de denuncia y análisis que se pretende.

Nos resistimos a creer que un cachondeo reduccionista como La Dictadura Perfecta, sobre la caótica y trágica realidad nacional sea la única denuncia posible del cine mexicano, la única opción real de crítica contra el sistema de poder en México que puede generar nuestra cinematografía.

Por cierto, el título del filme hace referencia a las declaraciones hechas por el escritor peruano, ahora premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa en 1990 durante una entrevista con Televisa, en la que aseveró que “La dictadura perfecta es México. Tiene la permanencia, no de un hombre, pero sí de un partido que es inamovible”. Para Luis Estrada, el concepto le da título a su filme, pero denosta a Vargas Llosa al declarar: “El escritor es un caso de esquizofrenia muy raro, porque es uno de mis escritores favoritos, si pudiéramos prescindir de sus ensayos periodísticos. Pero es un chaquetero; es un hombre que se ha visto engolosinado por el poder. Es el prototipo de la seducción que ejerce el dinero y el poder y lo fácil que uno puede guardar sus ideas en un cajón siempre y cuando le lleguen al precio”. Eso explica todo.

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