Por Jorge Javier Romero Vadillo.- En San Quintín, Baja California, los jornaleros agrícolas llevan a cabo una huelga que recuerda la de los mineros de Nueva Rosita de 1950, la que culminó con la “caravana del hambre” hacia la ciudad de México. Sesenta y cinco años después, las condiciones de desigualdad y pobreza siguen atenazando la conciencia, pero pasan inadvertidas para las campañas políticas que evaden el tema más relevante de la realidad mexicana. Para los partidos en disputa, la miseria de millones parece poco más que una anécdota sobre la cual poco o nada se puede hacer.
El país sigue inmerso en una crisis de seguridad, pero no importa cuánto evolucionen la violencia y la inseguridad, las plataformas electorales en general son las mismas hace dos décadas —como bien dice Ernesto López Portillo— y en la propaganda no se escucha más que generalidades entre los dimes y diretes que dominan el escenario. Ninguna idea novedosa; vamos, ni siquiera alguna ocurrencia dicha para la galería. La guerra contra las drogas no existe en el discurso de los políticos que recorren el país como merolicos de feria.
Desde la sociedad civil, las buenas conciencias se han concentrado en pedir la pérdida del registro del Partido Verde, que ha hecho de la trampa toda una estrategia, pero nadie confronta con argumentos sus ofertas demagógicas que, por lo demás, son las únicas concretas en una campaña de vaguedades. Desde luego que para los oídos más educados las soluciones del Verde suenan a engañifa parecida a la de los productos para curar la calvicie o para bajar de peso sin dejar de comer ni hacer ejercicio, pero el hecho es que ese partido—negocio familiar es el único que tiene una oferta clara, medible, para sus electores, pero sus adversarios y sus críticos no desmienten sus dichos ni presentan alternativas para ganar a su electorado con ideas propias.
El tráfico de la ciudad de México se colapsa día tras día y su transporte público es cada vez más desastroso. La basura se acumula en las calles y los vecinos no tienen de otra más que pagar el servicio que se suponen ya han pagado con impuestos, privatizado por clientelas políticas, sin que ningún candidato proponga salidas a los desastres urbanos de una metrópoli que seguirá creciendo de manera caótica mientras la calidad de vida continuará deteriorándose. Los candidatos a jefes delegacionales se desentienden y pasan por encima de los problemas y la inanidad de propuestas legislativas para enfrentarlos es apabullante.
En algunos estados, como Campeche, la elección es un simulacro donde los candidatos que deberían representar la oposición no son más que comparsas derrotadas de antemano, mientras la campaña del candidato del PRI es, como en los viejos buenos tiempos, un paseíllo triunfal marcado por el despilfarro y el acarreo a cambio de unos tacos de cochinita.
En los estados donde la contienda es más competitiva, lo que se busca es ponerle zancadillas al adversario y sacarle sus trapitos al sol, no de demostrar que se tienen mejores ideas o propuestas más viables. Incluso en los debates, más que proyectos contrapuestos lo que se escucha son denuncias cruzadas de trapacerías.
No se escuchan, tampoco, voces ciudadanas que exijan respuestas concretas a los problemas. Algunos han decidido de antemano anular su voto, sin siquiera tratar de que los políticos se definan sobre los temas más relevantes. Hace tres años hubo grupos de intelectuales que hicieron preguntas a los candidatos; ahora nada. Tampoco desde la sociedad civil organizada se plantean cuestionamientos para fijar una agenda nacional.
La indignación que se ha manifestado en distintos grupos sociales por la impunidad, la violencia y la corrupción parece no penetrar las campañas que transcurren por un camino cansino, ajeno, resignado. Sus sonidos son como del pasado, reiteración machacona de un país estancado.
Todo parece indicar que el resultado será irrelevante: una oportunidad perdida para el renuevo. Sin embargo, es la política la única herramienta viable de transformación. Quienes hasta ahora se han abstenido de participar aunque el país les preocupe tienen la obligación de irrumpir a reclamar un espacio en la contienda política. Después de estos comicios inerciales, habrá que exigir la apertura de un sistema anquilosado para dar entrada a nuevas voces y nuevos ímpetus. La exigencia a partir de julio deberá ser la de una reforma que acabe con el proteccionismo electoral que hoy protege a unos cuantos partidos y sus privilegios. Una reforma que acabé con el absurdo sistema de registro, para que las diversas propuestas sociales puedan concurrir sin necesidad de acarreos clientelistas para hacer asambleas. Que sean los votos, y sólo los votos, los que decidan la representación, sin barreras de entrada que sólo benefician a los profesionales del acarreo.