Vesta Aralia se llamaba, y su nombre evocativo de remotos vocablos del otro lado de la Tierra, iba acorde con sus ojos de profundo negro, misteriosos ojos en rostro de gran belleza, en semblante sereno y callado.

Vesta Aralia llevaba el pelo recogido atrás, vestía holgados conjuntos de colores oscuros, calzaba sandalias frescas, y su andar era siempre suave y ondulante, cual si flotara, que ésa era la impresión que causaba en quienes la observaban al pasar. Tenía en el barrio, fama de bruja ella. En ese catálogo la pusieron las comadres envidiosas de su grandiosidad, del primor de sus facciones, de su gusto exquisito, de su trato sedoso y humanitario.

Había, sí, algo de misterio, de exotismo sin embargo, en ella, en el ambiente que la rodeaba, comenzando por aquella casa en que vivía.

De oficio antropóloga, mantenía desplegadas en el patio central, patio techado, varias colecciones de objetos que, en la mente estrecha de las señoras del vecindario, eran objetos de culto satánico. Así, figurillas de los indígenas prehispánicos por ella desenterradas, eran “imágenes del diablo” para doña Testera, quien se asomó y entró un día al patio a buscar un falderillo que se le había escapado. ¿Qué decir de la momia acuclillada que campesinos amigos de ella le trajeron de una cueva de Julimes?

“Es un sacrilegio, fíjese, tiene hasta unas calaveras y huesos de los muertos, aventados ahí nomás, y envueltos en costales, como si no le merecieran respeto”, decía doña Remedios Chalif, la esposa ignorante del tendero sirio de la esquina.

Entre los muchachos de nuestra calle, no obstante, éramos más los que nos sentíamos enamorados de la inalcanzable mujer, que los que la repudiaban por hacer caso de las habladurías de lavadero público.

Yo en lo particular, mantenía una mezcla de sentimientos, por un lado la admiración y la adoración hasta sexual hacia la semidiosa, y por el otro un miedo que no me dejaba acercar a su casa mi rostro lleno de barros y mi figurilla de adolescente desgarbado.

El “negro” Tobías y yo, envalentonados un día por una apuesta, ideamos la forma de acechar a la mujer. Nos treparíamos al muro de atrás, que colindaba con una huerta semiabandonada, y la espiaríamos con unos catalejos. Así hicimos, y los ojos nos enrojecieron de tanto forzar la vista a través de los cristales durante varias horas en las que vimos sólo a los pájaros que acudían a birlarse las granadas del huerto.

Estaba yo un día solo en el puesto de observación, porque el “negro” enfermó de diarrea, y ya casi me iba a mi casa derrotado por no haber podido otear al objeto de mi admiración, cuando escuché claramente que se abría la puerta de la cocina, que daba hacia donde yo estaba. Era Vesta Aralia, quien se afanó con algo en la pila de agua.

Tanto me alargué para confundirme entre las ramas de una higuera que se proyectaba hacia el patio, que quedé inmovilizado no sé cómo, pero no podía avanzar ni retroceder, por lo que me empecé a preocupar.

En eso, la rama crujió con mi peso y me vi en el aire, cayendo.

No supe cómo la mujer maravillosa me atrapó y me hizo aterrizar a salvo, pero ¿cómo, si ella estaba a más de veinte metros de mi puesto? ¿Y cómo, si para tomarme en sus brazos debió elevarse más de dos metros del suelo?

A nadie le conté esto nunca. Ella me llevó a su cocina, sin preguntar nada, y me dio un té de flor de naranjos.

Nadie me hubiera creído si cuento que ella se transportó por el viento, sostenida en el vuelo por sus velos de hada.

A muchos años de distancia, las viejas del barrio todavía discuten la supuesta naturaleza de bruja de la mujer, quien murió joven en un accidente. Pero yo sé con certeza que ella fue una semidiosa, un hada tal vez, y que yo me beneficié un día de sus portentosos poderes.
 
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