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Foto: Flora Isela Chacón
Chihuahua.- Adentro los rezos, las flores, la despedida o el reencuentro; afuera ese bullicio que caracteriza al mexicano, del que no escapa el chihuahuense cuando todo se vuelve fiesta. Así se celebró un Día de muertos más, otra Feria del hueso con sus ofertas y colorido.

Desde un día antes, los panteones se ven repletos de gente que igual va a depositar flores a la tumba de sus seres queridos que ya se han despedido, o que va simplemente a “curiosear” en la Feria del Hueso, instalada a todo lo largo de la calle 16, en la zona sur de la ciudad.

Flores, coronas, comida, bebidas, dulces, semillas, artículos varios, trastes y cobijas, servicios funerarios, y hasta juegos de azar, se ubican al exterior del Panteón de Dolores, los Municipales 1 y 2, y el Panteón Santa Fe, para conservar viva la tradición del gastar por gastar.

Cada octubre los comerciantes comienzan a llegar poco a poco, vienen de Veracruz, Chiapas, Oaxaca y del Distrito Federal, aunque muchos otros son de la capital, imitadores o comerciantes que a tiempo han reaccionado porque también intentar hacer su luchita.

Sus rasgos los delatan, sus voces se escuchan extranjeras en el norte desierto. Con sus grandes camiones, su mercancía y su piel tostada, los mercaderes vienen a Chihuahua como si la crisis fuera un viento que sólo soplase hacia el sur. De feria en feria, siempre tratando de convencer a la señito, al jovenazo, o a la damita. Pásele, qué le damos.

A lo largo de la calle los puestos semejan el gran circo de la vida, los elotes con queso, las chilindrinas sin pecas, los míseros ramos florales, las arracadas para la abuela, las bufandas para el frío aunque el frío ni cuello tenga, y hasta la mujer barbuda en un espectáculo inaudito de diez pesos.

Puestos y más puestos, generosos a la vista y al olfato, tentadores al bolsillo, tramposos al consumismo constante de los capitalinos que aprovechan cada feria que les llega a unos cuantos pasos, gustosos de mirar y descubrir cosas, que como en un Macondo imaginario, llegan no como hielo sino de fuego, para sacarles de la rutina y llevarles a otro lugar, lo más lejos posible de la nota roja, de los fuegos artificiales, de las estadísticas que les dicen que son los más peligrosos, que en ellos no se puede confiar.

Adentro, los que se han ido parecieran por momentos perder el descanso entre el barullo de la gente al caminar entre las tumbas, o entre las tristes notas del grupo norteño, que nunca falta para “amenizar”.

Desempolvar la tumba, echarle agua, colocar las flores, y mientras irle platicando todo lo nuevo que ha sucedido desde la última visita, o simplemente en silencio acordarse de su voz, sentirle de nuevo y llorar otra vez; para luego ofrecerle una oración, otra, las que sean, por su alma y su eterno descanso.

Al final, los que viven el Día de Muertos no como algo comercial sino lo que hace mucho tiempo dejó de ser, ya sin flores salen del panteón con el mismo sentimiento, de que nada es para siempre, y alguien día, inevitablemente, ya no se saldrá de ahí.

Afuera, para los que van a pasear aún después de que las puertas de los panteones han cerrado, la fiesta sigue con sus juegos, jueguitos para los niños, comida y productos diversos para las señoras; adultos, niños, familias completas y hasta los agentes policíacos se ven recorriendo con gran interés los diferentes puestos, buscando algo con que saciar el hambre, con que entretenerse o incluso, alguna oferta en ropa, zapatos, trastos y por supuesto, cobijas.

Pero para visitar y aprovechar las ofertas de la Feria del Hueso, antes hay que prepararse bien, llevar la cartera abultada o al menos, la quincena recién cobrada, para beneficiarse con algún o algunos objetos, aunque ni falta hagan en casa, la tentación siempre vence a la necesidad.

La voz del Buki suena y una calavera baila en esa mezcla de burla y destino; de una bocina salen los tamales a 20, una docena por acá, me da uno por allá; y en medio de un gran campo, se confunde el sonido de la rueda de la fortuna, las tacitas o el trenecito, las risas de los niños y las sirenas de los carritos chocones.

Acá las frutas, allá las flores, más allá las cobijas, ahí te pagan. Provistos de micrófonos ridículos y muy buenos pulmones, los vendedores llenan la calle de gritos y ofertas, llamados al frío, al hambre, al sol o al simple atractivo visual, que sólo se pierde allá dentro, donde la oscuridad no cambia cuando la feria cobra vida, donde los muertos no podrán saber jamás de la gran fiesta, que afuera se desarrolla en su honor y con su pretexto, en esa feria del hueso cuando los difuntos descansan y los vivos disfrutan.

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