Por Jairo Calixto Albarrán.- Peter Gabriel, artista superior y sensible, describe en un tuit lo que experimentó el mundo al saber del terror encarnado en París, esa ciudad que, al revés de lo que dijo Hemingway, ha dejado de ser una fiesta: enojados, tristes y pasmados, todos somos parisinos.
Pero hay quienes piensan como el escritor Arturo Pérez-Reverte, conocido por su carácter rudo y su actitud de macho alfa, que en una cadena de tuits señaló con su tacto de tractor que las víctimas del legendario El Bataclan parisino pudieron defenderse de los terroristas de haber sido educados fuera del canon occidental, fofo y pequeño burgués que no les permitiría sobrevivir ni 10 minutos en un campo de refugiados sirios.
Parece olvidar el laureado autor que nadie tendría por qué estar obligado a entrenarse y a mantenerse siempre alerta para lo más insospechado, como si fuera el capitán Alatriste o Bruce Willis en Duro de matar o Robert de Niro en Taxi Driver para apañar a cualquier miembro fanatizado de ISIS, de esos que creen, como Mohamed Atta, que los esperan en el cielo de los terroristas 18 vírgenes una vez que hayan cometido sus ritos kamikazes, al ritmo retador de un "Are you talking to me?".
Es lo malo de haber visto demasiadas películas de acción. Claro que la batalla más viril de Pérez-Reverte que yo recuerde fue la serie de rudezas innecesarias que le aplicó a uno de los intelectuales españoles más finos y elegantes, Francisco Ubral —autor del Diario de un snob—, al que ya agarró muy viejo y enfermo para practicar su boxeo.
Aunque ciertamente a todos nos gustaría ser Rambo (podernos defender de cualquier amenaza con el poder de tus conocimientos de armas y artes marciales con adrenalínica vocación herviolenta), estamos tan mal criados y mimados, que no podríamos aguantar el entrenamiento que se requeriría para estar a su nivel y enfrentar a esos malandros henchidos de rencores históricos e histéricos que traen el cuerpo lleno de bombas mientras nos apuntan con su cuerno de chivo.
Para el talentoso Mr. Pérez y su fanaticada, las manifestaciones de empatía, solidaridad y pesadumbre por París son puras chorradas sensibleras.
Hay que alivianarlos con una bonita canción que diga: "Rambo, qué rico el Rambo, Rambo, qué rico es".
Hagan lo que hagan los ojetes, siempre nos quedará París.