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No había nadie en la antigüedad que no conociera los solsticios y los equinoccios. Hoy ya no es así, porque la supervivencia no depende de ello. Pero no nos equivoquemos, no hemos dejado de ser seres humanos y, por ello, irremediablemente simbólicos. Escribir una crónica sobre solsticios o equinoccios es contar una historia del calendario, de la cosecha, de sobrevivir al invierno o del amor de verano. Son nuestros grandes eventos astronómicos y no hemos dejado de estudiarlos, festejarlos e insertarlos en nuestras vidas.

El equinoccio de primavera, o vernal, puede que tenga el lugar más destacado. Marca el preciso instante en que pasamos del invierno a la primavera. Es la fecha del renacimiento, de la vida nueva y de la naturaleza en eclosión. Así que no es de extrañar que, si la doncella Perséfone, diosa de la vegetación, vuelve de su rapto en el inframundo para reunirse con su madre, Deméter, diosa de la agricultura, tenga que ser en el equinoccio de primavera. O si Isis consigue resucitar a Osiris para preñarse de él, tras juntar los 14 pedazos en que lo troceó su hermano Seth, lo haga en la luna llena posterior al equinoccio de primavera, una fértil luna llena de catorce días de edad.

Cuando Dios libera al pueblo judío de la esclavitud de Egipto, para renacer libres a la sombra del templo que Salomón construirá en Jerusalén, en sustitución del tabernáculo de Moisés, lo hará durante una noche de luna llena, en el mes del Nisán o del "primer brote", el mes del equinoccio de primavera, el primer mes del año entonces. El templo se construirá orientado hacia el Este y el amanecer equinoccial iluminará el altar. Aún hoy, la conmemoración de este evento, en la Pascua, sigue siendo la celebración más importante de los judíos y coincide con la luna llena posterior al equinoccio, o el día catorce de Nisán. Catorce, otra vez, como la edad de la luna llena.

Posteriormente, cuando el judío Jesús de Nazaret sea traicionado, precisamente durante la cena de Pascua para que, tras ser ejecutado, resucite como hijo de Dios y Salvador, solo podría ser celebrado tras la luna llena posterior al equinoccio de primavera, durante lo que se denominará la Semana Santa. Más concretamente, el domingo posterior a esa luna, con una serie de complejas excepciones recogidas en el Computus, motivadas, entre otras cosas, por la necesidad de diferenciación con la fiesta judía.

Y así una innumerable mitología, tanta como lugares y culturas, como Cinteotl y Chicomecóatl, deidades del maíz y la vegetación, que siguen festejándose junto con la Semana Santa, en la comunión sincrética que solo puede ofrecer México. O la figura griega de Adonis, también identificada con Osiris , al igual que Atis, resucitado en forma de pino para ser dios de la vegetación en la antigua Frigia.

Hoy es más fácil interpretar los equinoccios. Basta con sumergirse en Wikipedia para poder disfrutar de gráficos y animaciones que nos ayudan a visualizar que el equinoccio vernal es el preciso instante en el que el Sol corta el plano del ecuador terrestre, un momento concreto que este año se producirá el 20 de marzo a las 04:30 en horario universal. Podremos, viéndolo desde fuera, comprender por qué la inclinación del eje de rotación de La Tierra, de unos 23,5º, provoca las estaciones, al ir moviéndose el planeta por su órbita alrededor del Sol, con los solsticios y equinoccios como los puntos de cambio y, de forma inversa, para cada hemisferio. En otros planetas, como Júpiter, en cambio, con una inclinación de tan solo 3º, prácticamente no hay estaciones. Calcularemos la altura máxima que tendrá el Sol al mediodía sobre nuestras cabezas (90º menos nuestra latitud), que en el caso de Canarias, por ejemplo, será de unos 62º, en Madrid de unos 48,5º y en el ecuador de 90º, de modo que los objetos no arrojarán prácticamente sombra al mediodía.

Finalmente, entenderemos lo que tendremos frente a nuestros ojos al abrir la ventana al amanecer. El Sol, que venía amaneciendo hasta ahora hacia el sudeste, saldrá exactamente por el Este, cosa que solo ocurre en los equinoccios, y se pondrá por la tarde justo en el Oeste. Esto provocará que el día y la noche duren prácticamente lo mismo, de donde surge el término “equinoccio”. Realmente, no siendo el Sol un objeto puntual, más el efecto de la refracción de la luz cerca del horizonte y sumado a la luz crepuscular, las horas de día superarán a la noche.

Asomados a la ventana del amanecer estaremos en igualdad de condiciones que todos los humanos que nos precedieron. Sin los datos al alcance de la mano, no es fácil fijar los cuatro puntos cardinales del calendario. La manera de hacerlo es buscar referencias sobre el fijo fondo de estrellas, observar por delante de cuál constelación pasa el Sol durante el equinoccio. Y eso hicieron en Babilonia, con herencia sumeria, durante casi 2.000 años. Dos mil años dedicados al estudio de la Astronomía. Los babilonios tuvieron una visión extremadamente pragmática que, aunque con clara vocación adivinatoria, los llevó a describir el funcionamiento de la Naturaleza en base a observaciones empíricas, sin imposiciones de modelos cosmológicos basados en geometrías perfectas o posiciones apriorísticas del hombre frente al Universo. Y descubrieron la periodicidad de los cuerpos celestes, hasta el punto de poder predecir, sin asombro alguno, los eclipses o el paso de cometas. En sus observaciones del cielo, el equinoccio vernal coincidía con la constelación de Aries. El primer punto de Aries, o vernal, que sigue siendo la base del sistema celeste de coordenadas ecuatoriales.

El punto vernal se convirtió en la referencia para medir el paso de los años y el equinoccio de primavera fue el comienzo del año en prácticamente todos los calendarios de la antigüedad y en varios calendarios aún vigentes como el persa o el indio. También el romano, como evidencia el nombre de los meses: Martius, Aprilis, Maius, Iunius, Quintilis, Sextilis, Septembris, Octobris, Novembris, Decembris.

Pero el cielo no era inmutable. Fue el gran heredero de los babilonios, Hiparco de Nicea quien lo descubrió, en algún momento del s. II AC. Hiparco, del que, lo poco que se conoce, es por medio de otro astrónomo excepcional, Claudio Ptolomeo, fue un científico fascinante y meticuloso. Comparando sus propias observaciones de la distancia de estrellas brillantes como Spica o Regulus respecto al equinoccio, con las de sus predecesores, Timocares de Alejandría y Aristilo, encontró diferencias que implicaban un desplazamiento del equinoccio de no menos de 1º por siglo. Un retardo que se iba acumulando, una precesión de los equinoccios. Esto implicaba que el año sidéreo, en el que el Sol vuelve a su misma posición sobre el cielo, era ligeramente más largo que el año trópico, donde realmente el periodo se completa al volver el Sol exactamente al equinoccio. Los cálculos de Hiparco arrojaron un periodo de menos de 36.000 años para este efecto, producto de la atracción gravitatoria sobre la rotación de la Tierra. Siendo un efecto planetario, todas las fechas del año precesan, no solo a los equinoccios que, por cierto, por la época de Hiparco dejó de coincidir con Aries para empezar a hacerlo con Piscis, de donde no ha salido aún, camino de la coincidencia con Acuario en torno al año 2700. El valor real del periodo de la precesión terrestre está entorno a los 26.000 años.

Este fue el importante punto de partida para arreglar uno de los más duros rompecabezas con el que el ser humano llevaba peleando desde la antigüedad: la organización del calendario. El primer gran paso para nosotros fue hace algo más de dos mil años, cuando Julio César, rodeado de astrónomos egipcios, ordenó una primera e inteligente reorganización de los viejos calendarios sol-lunares, en el que introdujo los años bisiestos para corregir el efecto de la precesión. A cambio, desplazó el año nuevo del equinoccio vernal. Pero los avatares de los calendarios merecen otra crónica. Puede que la dejemos para la era de Acuario.
Julio A. Castro Almazán/El País

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