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No se requiere ser adivino ni mago con bola de cristal ni mucho menos analista político para saber, desde ahora, que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) será el gran ganador en las elecciones para gobernadores de 12 estados, que se realizarán el próximo domingo 5 de junio.

Como se ha escrito en esta columna, los saltimbanquis (en el argot político mexicano se les llama chapulines) son ya casi una “corriente ideológica”. Alguien podría ironizar: el chapulinismo, fase superior del partidismo.

Una simple cifra basta para mostrar el futuro triunfo del PRI: en nueve (Durango, Hidalgo, Oaxaca, Puebla, Quintana Roo, Sinaloa, Tlaxcala, Veracruz y Zacatecas) de esos 12 estados, los candidatos priistas oficiales tendrán como principales rivales a excompañeros de militancia partidista, postulados por partidos de presunta oposición y hasta uno que se ha declarado independiente. En Veracruz hay tres priistas originales peleando por la gubernatura bajo las siglas del PRI, PAN y un independiente.

Visto y contado así, el lunes 6 de junio podrá haber 12 nuevos gobernadores de origen priista, aunque alguno o algunos de ellos obtengan el cargo bajo las siglas de un partido diferente o una coalición opositora. Ese triunfo será otra ironía de la transición democrática mexicana: el PRI habrá obtenido una victoria cultural, ésa que Carlos Castillo Peraza, entonces líder nacional del PAN, reclamaba hace tiempo para su partido.

Los gobernadores priistas que llegaron al puesto a través de otro partido no son una novedad ni una moda, sino realmente una tendencia en la endeble democracia mexicana. 

A partir de 1989, son 23 las entidades federativas del país en las que ha habido transición electoral, pero sólo en 10 esa transición se ha iniciado con un candidato opositor ganador original y realmente militante del partido que lo postuló. Curiosamente los 10 son panistas y de ellos uno (Carlos Medina Plascencia) llegó por designación del Congreso de Guanajuato. Los otros nueve casos son los de Baja California (Ernesto Ruffo), Chihuahua (Francisco Barrio), Jalisco (Alberto Cárdenas), Querétaro (Ignacio Loyola), Yucatán (Patricio Patrón), San Luis Potosí (Marcelo de los Santos), Nuevo León (Fernando Canales), Morelos (Sergio Estrada) y Sonora (Guillermo Padrés). Los 13 restantes son todos expriistas apoyados por el PAN, el PRD o por una coalición de estos partidos.

Además, la lista de gobernadores exmilitantes del PRI vencedores del candidato de su partido de origen se incrementa aún más si se toman en cuenta las sucesiones en esos 23 estados, a partir de que ocurrió la primera victoria de la oposición. Hay dos excepciones notables: Baja California y Guanajuato, donde el PAN ha mantenido las gubernaturas con candidatos realmente panistas desde 1989 y 1991, respectivamente, pero en junio próximo no habrá elecciones en esos dos estados.

Hace algunos años, en una entrevista con este escribidor, el entonces dirigente nacional del Partido Mexicano Socialista (antecedente directo del PRD), Gilberto Rincón Gallardo, dijo (la cita es de memoria) que la democracia mexicana se iniciaría no cuando la oposición lograse derrotar al PRI en las urnas (paso necesario), sino cuando la sociedad mexicana lograra vencer a la cultura política priista.

Esa cultura política priista, decía el íntegro luchador comunista, ha invadido a todas las formas de organizaciones colectivas de la sociedad mexicana (la burocracia, los partidos políticos, los sindicatos, las iglesias, las escuelas, los organismos empresariales, los clubs, los comités y un largo etcétera) y a los propios ciudadanos. No será fácil derrotarla, pronosticaba.

Los hechos le han dado la razón a Rincón Gallardo.

Las elecciones de junio próximo serán una nueva forma de, lamentablemente, comprobarlo.
Excélsior

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