Es imposible no colocar nuestra atención en los recientes crímenes de odio vividos en nuestro país y en todo el mundo, a menos que padezcamos las grandes enfermedades sociales de indiferencia y aplanamiento emocional, ante a lo que a otras y otros les sucede…
Acontecimientos profundamente dolorosos, sensibles y lacerantes, causados por los asesinatos de personas de la comunidad LGBTTTI en Xalapa, Veracruz, y en Orlando, Florida; por la represión a las y los maestros en Nochixtlán, Oaxaca; por la desaparición y asesinatos de periodistas, así como por los constantes intentos para acabar con importantes logros democráticos y de igualdad de género adquiridos en todo el mundo a través de los años.
Todas las escenas de muertes por todos lados hacen que nos cuestionemos: ¿Cómo estos “crímenes de odio”, que pueden ser considerados “crímenes de lesa humanidad”, afectan la salud integral de personas en una comunidad, en un estado y/o en un país?
Aunque la existencia de los “crímenes de odio” es tan antigua como la humanidad, su reconocimiento en el orden jurídico empezó hace apenas pocos años.
La criminalidad relacionada con la discriminación: religiosa, racial, sexual y afectiva, es un tema poco discutido en México. Es por eso que existen aún importantes vacíos jurídicos y de atención a los efectos psicológicos en la población.
Considero a estas conductas de odio como un “tsunami” culturalmente construido, que ahoga, lastima, anula y mata, infiltrándose como la humedad en el mundo, y es en este “tsunami” que viaja todo el odio hacia las personas diferentes, hacia las y los vulnerables, hacia las personas oprimidas por un odio dictado, justificado y avalado por la heteronormatividad.
Un crimen de odio es cualquier agresión contra una persona, un grupo de personas, o su propiedad, motivado por un prejuicio contra su raza, nacionalidad, etnicidad, orientación sexual, género, religión, edad o discapacidad.
Se manifiesta como una conducta violenta motivada por un prejuicio, por su producción y reproducción por lo que parecen propias de las sociedades humanas a lo largo de la historia (Gómez, 2005; Jenness y Grattet, 2001).
La noción de “crimen de odio” se incorporó al lenguaje jurídico paulatinamente a medida en que se buscó, por presión del movimiento de Derechos Humanos (DH), incrementar las sanciones contra aquellos delitos, agresiones o crímenes cuyas víctimas fueran identificadas como miembros de minorías socialmente desfavorecidas.
Existen diferentes concepciones de lo que es un crimen de odio, sin embargo, la mayoría de las definiciones coinciden en que son actos criminales cometidos con motivo de un prejuicio.
Un crimen de odio puede ser un acto de intimidación, una amenaza, una represión, un daño a la propiedad, acosos y asesinatos, de acuerdo con investigadores como Jacobs y Potter en su libro “Hate Crimes, criminal laws and identity politics” (Oxford University Press, 1998).
Desafortunadamente, las instancias legales en México y en el mundo tienden a invisibilizar o minimizar este tipo de actos violentos, especialmente tachando de “crímenes pasionales” a los relacionados con la orientación sexual y afectiva.
Preocupante es saber que las legislaciones actuales no reconocen del todo los alcances del daño causado por los crímenes de odio en la seguridad e integridad individual, en el mundo psíquico de quien es víctima, así como en el orden público y en la paz social.
Se ha demostrado que los efectos psicológicos por crimen de odio, tienden a ser más perjudiciales que otros tipos de delitos y tienen efectos emocionales residuales a más largo plazo, debido a que estos delitos de odio afectan tan profundamente a la persona directamente involucrada, como a la comunidad en general, que los efectos son de largo alcance.
Tristemente existen diferentes tipos de crímenes de odio por prejuicios o animadversión por: condición social, por vinculación, pertenencia o relación con un grupo social definido, por su origen nacional, étnico o racial, por su idioma, por color de piel, religión, género, edad, discapacidad mental o física, orientación sexual, indigencia, enfermedad o cualquier otro factor objeto de odio.
Estos crímenes dirigidos contra grupos específicos no sólo hieren a las víctimas individuales, también envían a todos los miembros del grupo al que pertenece la víctima un potente e intimidante mensaje de intolerancia.
Algunas investigaciones demuestran que la depresión, el estrés y la ira aumentan en las personas que han sobrevivido a algún acto de esta índole, porque generan mucha angustia en la comunidad LGBTTTI.
Estos efectos psicológicos provocan un daño significativo en la autoestima de la persona, afectando sus habilidades emocionales e intelectuales, para poder enfrentar las agresiones.
La víctima con frecuencia siente el temor de que la experiencia se repita, cuestionándose su propia valía; es probable que también experimente Trastorno de Estrés Postraumático, por las lesiones y amenazas de muerte recibidas.
Otros síntomas emocionales que pueden presentarse son: sensación constante de invasión a su integridad, pesadillas, dificultad para hablar sobre el evento, así como distanciamiento emocional entre la víctima y sus vínculos afectivos más significativos.
La irritabilidad e incapacidad para concentrarse también están presentes, lo que afecta sus áreas emocional, laboral y de relaciones sociales.
La mayoría de las y los integrantes de una comunidad que se ha visto golpeada por esta forma de discriminación, llegan a experimentar miedo y ansiedad, temiendo por su seguridad después de un episodio de odio perpetrado en cualquier parte del mundo, por identificación con la víctima o las víctimas, internalizando sentimientos de desprotección e inseguridad.
La víctima experimenta paranoia y alteración de los nervios con facilidad después de haber vivido o haber tenido conocimiento de algún crimen que afectó a su comunidad.
La persona puede, sin darse cuenta, actuar la violencia de la que fue objeto, volviéndose agresiva y desconfiando de las y los demás.
En definitiva, los crímenes de odio son actos ilegales y deshumanizados, que exigen de cualquier sociedad reconocerlos, implica visibilizarlos y atenderlos creando no sólo mejores leyes que castiguen estas brutales acciones, sino construyendo instancias que sensibilicen a la población sobre los efectos psicológicos que el odio desbordado e injustificado genera en las víctimas y en todas las personas sensibles a situaciones tan injustas.
De esta forma, enfocaríamos nuestras acciones como ciudadanas y ciudadanos hacia la creación de una sociedad más democrática que desee realmente lograr la diferencia en lo que al respeto de los DH se refiere, exigiendo el reconocimiento de la existencia de estos delitos, creando instrumentos legales y de atención emocional que de verdad sean consecuentes con las afectaciones que estos ilícitos generan.
Es imperativa y necesaria la creación por parte de los gobiernos, de programas de sensibilización realmente efectivos para que la población conozca e identifique las formas que adopta la intolerancia, como: el sexismo, la lesbofobia, la homofobia, la transfobia, la bifobia, la interfobia, el racismo, la xenofobia, el antisemitismo, la discriminación por clase y por color de piel, por credo religioso, o por postura ideológica y política.
Estoy completamente convencida de que ante estos terribles actos de odio que desafortunadamente van en aumento, se requiere además de acciones individuales y colectivas, de un profundo compromiso social, que acaben con la indiferencia, la pasividad y el silencio, para no caer en eso que tanto preocupó en su momento a Martín Luther King cuando expresó: “Tendremos que arrepentirnos no tanto de las acciones de la gente perversa, sino de los pasmosos silencios de la gente buena”.
Por: Alejandra Buggs Lomelí/Cimac Noticias
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