Carmen González, Enedina Rivas y Elida Rascón son rarámuris. Sus vestidos son coloridos, con triángulos y flores, pues en ellos también se representa su respeto y amor por la naturaleza. Ellas son cocineras y aprovechan lo que el entorno les da. Son magas sin proponérselo. Resisten al despojo de tierras, el narco, la discriminación y la pobreza pues su orgullo es más hondo, más poderoso.
La investigadora Ana Rosa Beltrán del Río lleva 30 años trabajando con comunidades indígenas de Chihuahua para difundir y conservar la vastedad de alimentos y saberes en ese, su estado natal. Estas tres mujeres trabajan con Ana pues desean que se conozca su cosmovisión y cultura alimentaria para evitar su desaparición ante la modernidad. Cada una muestra sus técnicas e ingredientes, solo como probadita de lo que ellos viven entre barrancas y lejanía.
Carmen es de Rochivo, municipio de Bocoyna, que está a dos horas a pie de las Barrancas del Cobre. Ella muestra el bichicori, vichicori o huichicori, una calabaza llamada sehualca que ha pasado por un proceso de congelamiento y secado. Es “bichi” pues así se le dice a lo desnudo en la región.
La “pelonan” con un machete de carnicero: su cáscara es muy dura. Le sacan la pepita (con la que luego elaboran pipián). Ya hueca, la colocan en el techo para que el hielo la comprima. El clima se convierte en aliado. Esperan una semana y luego la secan al sol. Después, la cortan y trenzan, como si hicieran una madeja de hilo. El resultado se asemeja a un enjambre o a una corteza. Ya no es la calabaza, es alquimia. Se corta y cuece con piloncillo para comerse con leche. También se usa para rellenar empanadas.
A una familia de 12 le alcanza con una grande, asegura. Para el pipián “le quitan lo vano” a las semillas y una vez que estén limpias, las tuestan al horno, las muelen bien y las guisan y baten. Se pueden mezclar con huevo, papas o carne y es una comida especial que se lleva para ir a visitar a alguien. Ambos platillos se comen en invierno.
Ella tiene 65 años, su esposo 70. Tuvo nueve hijos de los cuales solo uno, de 31 años, vive con ellos. “En mi pueblo ya no hay jóvenes, pura gente mayor. Emigran a la ciudad a buscar oportunidades para sostener a sus hijos”, cuenta. En su casa cultivan papas, habas, chícharos, frijol de diferentes variedades, como el tecomari, y más. “Hay que tener fe en dios, darle gracias por lo que nos da. Agradecemos por tanto… elotes, ejotes, flores de calabaza y calabacitas chicas”, explica.
“Mi traje tiene pinitos como esos que vemos en el camino que recorremos. Todo lo hacemos caminando y es difícil conseguir dinero. Lo guardamos para comprar azúcar, harina y jabón”, dice. Tarda alrededor de dos horas para llegar a la urbanización más cercana. “Nos cuidamos entre todos y pasamos la voz. Está peligroso y tenemos que protegernos de los que andan haciendo mal”, asegura.
Enedina es de Gasisuchi, que también esta en el territorio de Bocoyna. Desde los cinco años aprendió a cocinar con su abuelita Guadalupe y su mamá Trinidad, que la ponían a echar tortillas. También le enseñaron a guisar quelites. Solo los comen cocidos, acompañados con esquiate, una mezcla de agua con maíz molido y tostado con arena, “que es como lechita fresca”. “Agarramos el quelite, lo servimos en cajete, le damos un trago al pinole batido. Todo eso sin nada de químicos”, explica. Su abuelo Brígido vivió 109 años. Ella atribuye esa longevidad a lo natural de sus comidas.
“Vengo de la mera barranca. El maíz azul casi no lo siembran pero es muy bueno y se da allá. También el más blanco o amarillo pero éste tiene un sabor especial, es más rico”, dice con amplia sonrisa. Su metate es de piedra de los ríos y ellas lo pican para que se le haga un cuenco que ayuda a cada una de sus preparaciones. Ceniza, cal y arena son minerales que aprovechan para masas, pinoles y otras recetas.
De maíces está hecha su carne según las leyendas. Este grano está presente en sus rituales y cotidianidad. La danza del yúmari es sagrada y no hay uno sin sacrificio de animales. En esos festejos se prepara el tónari, un caldo de res sin condimentos, que se come con tamales sin sal o azúcar.
Ella es matachinera, es decir, danzante. Pertenece a un grupo de mujeres de la iglesia que bailan. Necesitan hacerlo con mucha fe pues con sus movimientos y cantos dan gracias al ser supremo por lo que tienen en su tierra. También es activista: es parte de un grupo en contra de la violencia intrafamiliar en las comunidades.
También explica que sus fiestas principales son Semana Santa en primavera, en la cual bailan fariseos y tamboreros; la fiesta del patrono San Isidro Labrador el 15 de mayo; en la cual una noche antes comparten el tónari, bautizan a los niños de la comunidad y sacan al santo cuando está saliendo el maíz para que dé buena cosecha; y el día de la Virgen de Guadalupe, el 12 de diciembre, donde también comparten comida, danzas y música.
Elida, la más callada de la triada, es de Gumisachi, otro poblado del mismo municipio que sus compañeras. Ella prepara el tesgüino, el vino rarámuri obtenido luego de que germinan maíz durante diez días en un ware, canasto elaborado con sereque, una planta local de la cual se obtiene el sotol.
Ya que pasó ese tiempo, muelen el grano en metate, lo hierven en tambos, lo cuelan y lo dejan enfriar. Después, lo echan a una botija u olla donde reposará durante cuatro días para su fermentación. Al final, lo ligan con basíhuare, una planta similar al trigo que también llaman trigillo.
Las tesgüinadas son celebraciones importantes en su tradición. En ellas se toman decisiones políticas y económicas. Se bebe en convivios patronales y es medicinal. Sirve para los riñones y es mejor que una cerveza, en su opinión. Aunque se puede elaborar con cualquier maíz local, ella opina que el más sabroso es el que se hace con el azul.
Sí, los rarámuris son emblema del estado de Chihuahua pero no deben ser vistos como seres idílicos sobre los cuales se ejerce la violencia simbólica desde el folclorismo maniqueo y el discurso de un imaginario pasado. Estos indígenas son parte de nuestra diversidad actual. Ellas son solo tres testimonios de los tantos que hay para contar.
El Universal
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