Por Leo Zuckermann.- Así se titula una vieja película de los años ochenta. No recuerdo de qué se trata, pero el título siempre me pareció perfecto para describir el año 1994 en México. Eso fue lo que yo sentí. De pronto, como la canción de Emmanuel, todo se derrumbó y comenzó a permear el sentimiento de vivir en peligro. Eso retrata, y muy bien, la serie documental 1994 disponible en Netflix.
A mi generación le tocó vivir las penurias de las crisis económicas de los ochenta. De pronto, llegó al poder un presidente con una promesa muy atractiva: México dejaría de ser un país del Tercer Mundo para convertirse en uno del Primero. Para tal efecto, y después de que cayera el Muro de Berlín en 1989, Carlos Salinas anunció que buscaría un tratado de libre comercio con Estados Unidos. Luego Canadá se uniría a esta iniciativa. México dejaría de ser Latinoamérica para unirse a la próspera Norteamérica.
Ilusionados, varios de mi generación nos fuimos a estudiar al extranjero a fin de prepararnos para este enorme cambio. A pesar de que la situación económica seguía endeble en México, el futuro lucía promisorio. Nada menos que el Primer Mundo en el horizonte.
En 1993, el congreso estadunidense aprobó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) que entraría en vigor el primero de enero de 1994. Todavía estábamos celebrando el año nuevo, cuando nos enteramos del levantamiento zapatista en Chiapas. Del sueño del Primer Mundo que supuestamente empezaría ese día, nos amanecimos con las duras y persistentes realidades del Tercero: desigualdad, pobreza y racismo. Un balde de agua helada. El gobierno de Salinas sabía de la presencia del EZLN en Chiapas, pero no hizo nada para no contaminar el proceso de aprobación del TLCAN. La rebelión del primero de enero los tomó por sorpresa y trastocó todo lo que tenía planeado el Presidente.
En la palestra, aparecieron nuevos protagonistas: el subcomandante Marcos, el obispo Samuel Aguilar y Manuel Camacho, el aspirante presidencial priista que no había sido favorecido por el dedo de Salinas.
El que sí fue favorecido, Luis Donaldo Colosio, quedó absolutamente eclipsado. No por mucho tiempo porque, tres meses después, lo asesinarían en Tijuana. El primer magnicidio que vivía México en décadas. Luego, en el año que vivimos en peligro, vendría otro homicidio de un político prominente, José Francisco Ruiz Massieu, entonces secretario general del PRI y quien se convertiría en secretario de Gobernación del Presidente electo, Ernesto Zedillo. Días después de la toma de posesión de éste, explotaría una de las peores crisis económicas de la historia de este país.
Eso cuenta 1994, documental dirigido por Diego Enrique Osorno y producido por el equipo de Vice en México. El fin de semana pasado, lo comencé a ver y no pude dejarlo. Me eché completitos los cinco episodios de cabo a rabo. Por razones generacionales, me movió mucho. Confieso que hasta algunas lagrimitas se me salieron al volver a ver la escena cuando Jacobo Zabludovsky anuncia el fallecimiento de Colosio. Ante nuestros ojos, el Primer Mundo se desmoronaba en pedazos. La condena del Tercero nos caía como una lápida ineludible, imposible de superar.
1994 se concentra en el asesinato de Colosio como el evento más importante de ese año. Por lo mismo, minimiza el tema de la crisis económica y cómo se fue gestando. El asunto se toca tangencialmente y rápido. Es, quizá, la única crítica que yo le haría a un documental que, de otra forma, está excelentemente editado y que cuenta con testimonios muy interesantes como el del expresidente Salinas, su hermano Raúl y el subcomandante Marcos.
Bueno, voy a hacer otra crítica. El Colosio que presentan es el mítico que se ha creado después de su asesinato. Un político que tenía la intención de democratizar a México. La realidad es que el candidato priista era, y lo fue hasta su muerte, un salinista que jugaba, y bien, con las reglas del sistema autoritario de esa época. Por razones obvias, nunca sabremos si realmente hubiera sido el reformista bien intencionado que acabó siendo en la historia.
Mis críticas, sin embargo, son menores frente a un documental fascinante que no tiene desperdicio alguno. En lo personal, me llegó. Recordé la ingenuidad de mi generación cuando, jóvenes, nos creímos el sueño de que México se transformaría en una potencia económica. 25 años después, aquí seguimos, creyéndole a políticos que nos venden grandes ilusiones. Bueno, no todos. Por lo menos los que sí aprendimos las lecciones de aquel año que vivimos en peligro.
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