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Por Aída María Holguín Baeza.- En la medida en la que las tecnologías de la información y comunicación han avanzado y se han diversificado, se han incorporado a nuestro lenguaje cotidiano una serie de términos directamente relacionados con ellas; tal es el caso de “posverdad”, “fake news” y “deepfake”.

En el 2016, el diccionario Oxford seleccionó, como palabra del año, el neologismo “post-truth” (posverdad). De ese modo, la Oxford University Press visibilizó el viejo fenómeno relativo a que los hechos objetivos influyen menos en la opinión pública que las emociones y las creencias personales.

Un año después, el diccionario Collins estipuló que la palabra del año fuera una combinación de los dos vocablos que, durante el año anterior, habían aumentado (365%) en uso: “fake” y “news”. Fue así, como los editores del Collins evidenciaron, a través la expresión “fake news” (noticias falsas), que otro viejo y conocido fenómeno estaba creciendo de manera exponencial.

Ese mismo año (en el 2017), el filósofo británico Anthony C. Grayling manifestó su horror ante la posibilidad de que, en un futuro no muy lejano, el mundo fuera dominado por la posverdad, advirtiendo -además- sobre la «corrupción de la integridad intelectual y el daño del tejido completo de la democracia» que esa dominación causaría.

Ahora, en el 2019, un nuevo término ha comenzado a trascender. Se trata de un nuevo fenómeno denominado “deepfake” (falsificación profunda), que se refiere una técnica de falsificación facial muy sofisticada basada en la inteligencia artificial, con la que se pueden crear videomontajes sorprendentemente creíbles y, con ello, manipular a la opinión pública.

Lo anterior, aunado a la problemática causada por la infoxicación (sobrecarga informativa), deja muy claro el hecho de que las mentiras emanadas de la posverdad, las fake news y los deepfake representan un verdadero peligro en varios sentidos, particularmente para la democracia. Peor es el peligro, cuando los grupos de poder (públicos y privados) diseñan y llevan a cabo -como ya ha sucedido- campañas propagandísticas basadas en el pleno conocimiento que tienen sobre los efectos que estos fenómenos causan en la sociedad.

Finalizo en esta ocasión, citando lo dicho por el escritor estadounidense, David L. Katz: «Hay mentiras de dos variedades. Existe lo verdaderamente malo: “Sé que lo que estoy diciendo es falso, pero se adapta a mi agenda para decirlo de todos modos”. Existe lo menos malo: “Encontré información que me gustó o encontré persuasiva, y la repetí antes de verificar que era verdadera”. Lo último no se trata de deshonestidad voluntaria, solo de descuido. Pero como ambas variedades promulgan información errónea, ambas clases son perjudiciales».

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