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Por Katya Galán.- En un panorama mediático donde la atención del público se dispersa rápidamente, pocos programas logran agitar tanto las aguas como La Casa de los Famosos. Las recientes controversias en torno a las actitudes del participante Adrián Marcelo, quien ha manifestado violencia misógina, ha hecho comentarios despectivos sobre la salud mental y ha alardeado de conductas delictivas como la pedofilia y la violencia de género, incluso sugiriendo que podría ser sacado del programa esposado, han encendido un debate sobre la frontera entre la libertad de expresión y la responsabilidad social. No solo se trata de este participante, también de otros que, incluso en la primera temporada, exhibieron una serie de comportamientos cuestionables y poco éticos que rozaban la ilegalidad. La influencia de los medios sobre las normas culturales es innegable, y este caso plantea una cuestión crucial: ¿Hasta qué punto deben los contenidos televisivos ser regulados para respetar el derecho a la libertad de expresión? ¿Cómo podemos equilibrar la exposición de comportamientos problemáticos con este derecho fundamental?

Los medios de comunicación juegan un papel fundamental en la formación de opiniones y la construcción de valores culturales. En este contexto, algunos sectores de la sociedad exigen la censura de programas como La Casa de los Famosos, argumentando que estos formatos no solo promueven conductas nocivas, sino que también contribuyen al deterioro de la convivencia social. Sin embargo, el problema va más allá de un simple intento de aumentar el rating de la televisora; lo más preocupante es que este tipo de contenidos se perfilan como herramientas estratégicas para la difusión y normalización de valores neoliberales. Una forma de ingeniería social destinada a moldear la percepción y el comportamiento del público bajo principios individualistas, misóginos, clasistas y que fomentan diversos tipos de segregación social.

No podemos descartar la alta probabilidad de que Adrián Marcelo haya sido contratado con la consigna específica de generar violencia, tanto para crear polémica como para distraer al sector femenino, que cada vez está más politizado. Esta estrategia buscaría crear división y conflicto entre sectores sociales muy focalizados, desviando su atención y recursos hacia la defensa de sus intereses, en lugar de invertirlos en cuestionar a las élites históricamente explotadoras y presionar por una sociedad más equitativa y justa. Lejos de ser simples entretenimientos, estos programas actúan como vehículos de una agenda ideológica que, bajo la apariencia de contenido inofensivo, incide profundamente en las dinámicas culturales y sociales, recrudeciendo la violencia entre sectores. En este caso contra las mujeres, quienes, al estar ganando cada vez más terreno y poder, nos hemos caracterizado por cuestionar más duramente las injusticias y los abusos de poder. Así, este tipo de contenido refuerza la necesidad de que las mujeres, vulneradas, centremos nuestros esfuerzos en nuestra propia defensa, distrayéndonos del papel crucial en la lucha por la equidad y la justicia social.

Es innegable que la libertad de expresión es un pilar fundamental en cualquier democracia y debe ser defendida con firmeza. También es cierto que, en tiempos de mayor consciencia social, la protesta surge como una respuesta inevitable cuando el contenido de los medios masivos se percibe como dañino o irresponsable. Sin embargo, existe una alternativa a la censura que evita caer en el juego de manipulación que busca distraer la atención de los verdaderos problemas.

En lugar de recurrir a la censura, que solo oculta los problemas sin resolverlos, podríamos adoptar una estrategia más efectiva y constructiva. Aprovechar el caso y la exposición de programas como La Casa de los Famosos como una vitrina para exponer, comparar y analizar críticamente lo que sucede, tanto en el programa televisivo, como en los hogares de la mayoría de los mexicanos y las mexicanas, puede ser más productivo. En lugar de optar por la oposición, podríamos enfocarnos en la exhibición del problema, la reflexión y la crítica, promoviendo la educación.

Lejos de ser silenciados, estos contenidos deberían servir como oportunidades para realizar amplias campañas de información que fomenten una reflexión colectiva sobre cómo estos valores afectan la convivencia social. Solo a través del diálogo informado y la educación podemos cultivar una ciudadanía capaz de discernir entre el entretenimiento y los valores que realmente sustentan una sociedad sana. Es mucho más efectivo enseñar a elegir que decirles a las personas lo que deben hacer o pensar. La información no se combate con censura, que solo oculta los problemas, sino con transparencia y contra información que ilumina la realidad.

Vivimos en una época muy diferente a la de El Chavo del 8, cuando la audiencia, sin opciones, absorbía sin cuestionar lo que se presentaba en televisión. Hoy, contamos con herramientas al alcance de la enorme mayoría para difundir información y podemos aprovecharlas para “darle la vuelta a la tortilla” y utilizar los recursos de las grandes televisoras en beneficio de la sociedad. Censurar programas como La Casa de los Famosos sería un error, ya que no solo limitaría la libertad de expresión, sino que también nos privaría de una oportunidad valiosa para abordar temas relevantes. Estos programas, que exhiben comportamientos polémicos y cuestionables, pueden servir como plataformas para evidenciar y explicar por qué ciertas actitudes y conductas son perjudiciales, transformando el entretenimiento en una herramienta de revolución social.

La clave está en la exposición mediática a la contra información y, al mismo tiempo, en enseñar a las personas a cuestionar lo que ven, identificar patrones negativos y reconocer los valores que se están promoviendo. No se trata de decirle a la gente qué pensar, sino de proporcionarles las herramientas necesarias para formar su propio juicio, basándose en una comprensión profunda de los contenidos y fenómenos sociales. La verdadera clave está en fomentar la educación y no subestimar a la población, sino confiar en la capacidad de construir criterio y, luego de esto, evaluar críticamente la información que consume.

Al abordar la cultura desde esta perspectiva, no solo respetamos la libertad de expresión, sino que la ciudadanía se empodera, fomentando una sociedad más crítica, consciente y, en última instancia, más libre. La cultura no se regula mediante la censura, sino a través del conocimiento y la reflexión.

Comprendiendo esto, podemos transformar el consumo pasivo en una oportunidad para el aprendizaje activo y el crecimiento colectivo. La verdadera fuerza para cambiar la cultura reside en la crítica informada. Con ese enfoque no aceptaremos mas “sin querer queriendo” sino con toda la intención de incidir.

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