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Por Hugo Aboites.- La votación a favor de Cuauhtémoc Blanco es un golpe profundo, no sólo contra la causa de las mujeres –pues, literalmente, impidió que siquiera se le investigara–, sino un proyectil que rebota y va golpeando de un ámbito a otro. En educación, va contra la expectativa y la confianza (ya escasa) de que el Congreso de la Unión pueda estar a la altura de las demandas crecientes de cambios profundos y urgentes en la educación mexicana. Si no se hizo en el contexto de una causa y un reclamo tan auténtico, generalizado y profundo como es que ya cesen los feminicidios contra las jóvenes, ¿qué caso se hará al drama de las pensiones y los derechos de las y los maestros, de las y los alumnos y aspirantes a los niveles superiores de educación? 

Que un alto número de mujeres diputadas de Morena se oponga tan combativa y masivamente a que se analice siquiera la posibilidad de que se haya dado una agresión sexual es una señal de que, en esos espacios parlamentarios, en cualquier momento pueden generarse consensos sorprendentes y muy poderosos, y echar abajo o impedir, como ahora ocurre, que siquiera se revise la propuesta de decenas de miles en el Zócalo de recuperar el derecho a una pensión digna y atrás la Ley del Issste de 2007, y también, menospreciar la exigencia de cambios o derogación de las leyes secundarias de educación, y la Ley General de Educación Superior. 

Precisamente, también con este episodio camaral del pasado 25 de marzo, no hay seguridad alguna de que además de lo nocivo que pueda traer por sí misma la iniciativa del Ejecutivo de una Ley General de Educación Media Superior, ya ahí en la Cámara de Diputados surjan creativas y perniciosas modificaciones en respuesta a compromisos, pactos, nauseabundos acuerdos o cuestionables cambalaches (como el que se refiere, del apoyo del PRI al perseguido Blanco, a cambio de no tocar a Alito (La Jornada, 26/3/25). 

John Godfrey Saxe, periodista del otro lado de la frontera, hace siglos decía que “con las leyes pasa como con las salchichas: es mejor no ver cómo se hacen.” Y ahora, más que nunca, tendría razón, aunque en este caso no es sólo que no se quiera saber que comer salchichas es digerir vísceras transformadas con saborizantes en apetitosos alimentos de color rosa, sino algo todavía más serio. 

Significa no querer ver cómo con esas componendas y acuerdos políticos tiran a la basura el sacrificio y luchas que han hecho desde los años 70 del siglo pasado las maestras y maestros y cientos de miles de esperanzados y aplicados estudiantes. Unas, por obtener un trabajo docente y mantener cada día –mañana y tarde con dos turnos– el compromiso y pasión por trabajar con niños y jóvenes, y otras, por alimentar la esperanza de que en este México de megafortunas habrá un lugar para ellas en el bachillerato y en una universidad. 

Y no sólo diputados y funcionarios de la educación no quieren ver esa verdad, sino que, como las salchichas rosas, intentan engañar diciendo que para las y los jóvenes hoy ya existe el derecho a la educación cuando en realidad –el cambalache– se fortaleció más el derecho de los funcionarios de la SEP y de autoridades de universidades, a negarles ese derecho a las y los muchachos. 

Así, hoy la SEP declara que en la zona metropolitana y, esperemos, en el país, ya no habrá exámenes de selección para el ingreso. Sin embargo, si una institución quiere mantener el requisito de un examen, tiene toda la libertad y respaldo legal para ser excluyente. Aunque sea dependiente de la misma SEP –como el IPN– o sea el más importante referente universitario del país, la UNAM. Así tenemos hoy, gracias a lo que ocurre en el Congreso, que una ley que, por serlo, debe ser para todas las instituciones al mismo tiempo justifica que se usen mecanismos que hagan que ese derecho, como antes, sólo sea para “los mejores”. 

Y así, a punto ya de un lustro de que se aprobó “el derecho” de las y los jóvenes a la educación, no hay prácticamente ninguna institución de enseñanza superior que –como ya comienza a darse en la media superior– haya tenido y abandonado la práctica de hacer exámenes de selección de “los mejores”. Con la Ley General de Educación no hubo un “antes” y un “después”; sólo quedó el “antes” del neoliberalismo salvaje, aunque ahora legalizado, de competir todos contra todos. 

Y no sólo, la triste paradoja es que si antes –con los neoliberales– los jóvenes aspirantes podían argumentar que la constitución los apoyaba (“todo individuo tiene derecho a recibir educación” decía el tercero), ahora el derecho a imponer requisitos para ejercer ese derecho lo tienen las autoridades de las instituciones. Con razón, ahora, cuando una iniciativa va al Congreso, el temor es que no se resuelva el tema en cuestión, sino que además, empeore, como ha sido con la educación, con estudiantes y con el magisterio. 

Urgen cambios importantes. 

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